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lunes, 27 de diciembre de 2010

Mauran y la Elvia de Agua.



   “La fantasía es una actividad connatural al hombre. Claro está que ni destruye ni ofende a la razón. Y tampoco inhibe nuestra búsqueda ni empaña nuestra percepción de las verdades científicas; al contrario, cuando más aguda y más clara sea la razón, más cerca se encontrará de la fantasía”. J.R.R. Tolkien.
   La Elvia de Agua representaba un símbolo de culto para los Cels. No era, ni mucho menos, un árbol sino más bien un geiser que la tierra se negaba a escupir intentando obstruir, sin éxito, la brecha de su nirvana. La oquedad que le daba rienda suelta a sus aguas era constantemente ahogada por maleza extraña y ajena a la botánica propia de los bosques pues sólo crecía alrededor de aquella fisura llovediza cuyo pálpito acuoso le negaba la sed que toda fractura requiere para su cicatrización. Lo verdaderamente insólito era que el caño de agua que manaba hacia arriba se dividía en su punto justo de altura para formar una suerte de fuego de artificio que imitaba, con un rigor absoluto, el contorno de una Elvia, el árbol típico que poblaba el Bosque de Bren. De los extremos que perfilaban la copa caía a raudales el líquido sobrante hacia la tierra que bebía, inmediatamente y sin dar tiempo a la formación de charca alguna, el remanente. El efecto visual de semejante fenómeno natural, era el de un árbol fantasmagóricamente helado que supuraba su cristalina esencia chorreando hacia afuera para derrochar su silueta.
   La íntima creencia de que las fuerzas de la naturaleza de Tierra Naciente tenían una conciencia propia, no sólo cognoscitiva del entorno sino una imperiosa voluntad de intentar parecer lo que no eran, vino a la mente del cels. Si hubiera conocido Mauran el proceder alevoso de los Cóculos todas sus divagaciones hubieran cimentado su teoría en algo palpable y manifiesto para ser irrefutables.
   Para el pueblo cels la Elvia de Agua constituía el símbolo de la alianza entre la tierra y el agua como binomio totalitario, de modo que la creencia célsica explicaba que si este enhiesto manantial dejara de fluir, el Bosque de Bren moriría de desecamiento. En definitiva, la Elvia de Agua se consolidaba como un medidor del estado de buena salud del bosque. Pero el joven Cels, a diferencia del resto de sus congéneres, no era cultivador de mitos y tradiciones místicas. Mauran se afanaba por descubrir la verdadera causalidad de éste y todos aquellos procesos que se gestaban en el entramado natural que lo envolvía, aunque solía maravillarse fácilmente, y en absoluta soledad, de aquel cosmos del que formaba parte su indagadora existencia. Ese ensimismamiento cotidiano se lo podía permitir con inmediata soltura pues cada vez que advertía algún curioso fenómeno que atentara contra su curiosidad hacía un alto en el camino para observar la escena. Y es que Mauran, debido a su trabajo, disponía de un cómodo atajo para que su pensamiento y sus retinas formaran una indisoluble unidad en la que todo aquello que captaba con la vista fuera sincrónicamente desmenuzado por la analítica fascinación con la que convivía desde una edad muy temprana.
Hasta el momento, la sobriedad comunicativa que Mauran prodigaba entre los suyos era bien entendida por aquellos más cercanos a su círculo, pues conocían el ímpetu que coronaba sus silencios. Para el resto de Cels, Mauran era, más que una singularidad, una asombrosa incoherencia pues cuando el Cels tenía que negociar con los habitantes de otros bosques para sacar el mayor rédito posible, se convertía en un poderoso embajador del encanto característico de su raza, aunque él superaba con creces esta sistematizada habilidad de sus semejantes.
   Una tarde oscura, uno de tantos regresos clonados se desvió de su rutinario devenir para ser especialmente infrecuente. Mauran bajó de su resabiado carro para tomar unas muestras de los tallos y flores que bebían del lodo que circundaba la grieta de la Elvia. Pero un suceso insólito en el agua que espesaba el interior del Árbol provocó que el cels paralizara su mano. Estaba a punto de arrancar una robusta planta de tallo abocardado  y cetrino, coronada por un enjambre de flores con pétalos lánguidos, dorados y retorcidos hasta el punto de colgar como serpentinas trenzadas de las que por sus extremos pendían unas borlas pilosas cuyo hilado se abría y cerraba con un sincrónico vaivén. Escuchó Mauran un plañido e intentó afinar sus sentidos para poder consumar el encuentro de sus tímpanos con lo que parecía una voz quejumbrosa que provenía del agua. No era fácil aislar este bebido sollozo del gorjeo de la Elvia pero el cels era terco en su ímpetu explorador.
   Cuando Mauran derritió las retinas para fundirlas en el bruñido del tronco cristalino y divisar algún fenómeno visual tras la cuajada de agua, atisbó una figura serosa en el interior de la Elvia que permanecía justo a la altura de sus ojos. Mauran no estaba en pie pues se hallaba todavía inclinado y con la mano apretada en el tallo de aquella flor. Pero cuando observó el fenómeno, sus dedos desdeñaron a la planta inmediatamente para ser sumergidos tras la cortina licuada de la Elvia. Al otro lado sintió la forma de otra mano, una insólita mano fría, metálica y esponjosa a la vez, que penetraba a través de su carne para acariciar todos los huesos de su cuerpo. Mauran no daba crédito a tales sensaciones tan increíbles como imposibles pero ese mismo era el confuso efecto, abstracto e incluso metafísico, que estaba viviendo toda su estructura ósea en esos instantes. Un estremecimiento convulsionó todo su ser y cayó entre el lecho de maleza perdiendo por completo los sentidos.
   Al despertar estaba bajo sus sábanas de fibra vegetal, rendido a su habitación y redimido de cansancio y sueño. No podía distinguir con acierto lo acontecido, ni siquiera sabía si lo habría representado en uno de sus delirios nocturnos aunque le pareció muy real. Izó su cuerpo con el empuje del desplegado de una vela sobre un mar de tejidos y, precisamente, le vino a la boca un sabor de agua salobre. Se apresuró hasta el grifo más próximo y bajo el caño de madera verde se refregó la piel de su rostro; de paso, engulló agua a tragos mezclados con el aire reposado de la estancia. Al beber el líquido que tantas veces purificaba su clausura, el sabor marino, lejos de atenuarse, se volvió más intenso. Era imposible que estuviera sorbiendo agua de océano pero eso mismo le pareció a Mauran. No sabía que ese sabor salado acompañaría a sus papilas el resto de sus días.





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Mauran y la Elvia de Agua by Gabriela Amorós Seller is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Empezaré desde el principio



Seguro que alguna vez os habéis imaginado el final de todo esto, quiero decir, la extinción de toda vida en nuestro fascinante planeta. Yo también lo soñé un día pero no como el fin infinito y perpetuo sino como un catártico Apocalipsis, un imparable cataclismo compartido con otros seres que habitaban otros mundos y que, por algún motivo, vinieron a fenecer con nosotros para participar, con su carga genética, en el advenimiento de un nuevo origen …

“En el Mundo Antiguo la única raza que poblaba la Tierra era la de los hombres. Duró mucho tiempo su hegemónica existencia. Explotaban todos los recursos naturales sin descanso. Multiplicaban su ambición y sed de poder para hacer suya la riqueza de la tierra. Nacían para morir con dominio sobre el medio que explotaban. Vivían en edificios de mineral sintético similar al blanquecino y translucido cristal de roca. Dicho material lo fabricaban con máquinas que imitaban los procesos naturales de formación geológica. Arrasaban bosques y selvas para instalarse con sus monolitos de roca sin respetar el equilibrio natural. Varios milenios tuvieron que pasar para que su hábitat terrestre mostrara sus últimos estertores. Cultivando sus mentes opacas tan sólo para dedicarlas a la imparable evolución tecnológica, consiguieron inventar todo tipo de aparatos: máquinas que creaban agua potable de la nada, otras que exhalaban oxígeno, artilugios que podían producir cualquier vegetal para ser consumido con sólo un movimiento de pulgar, artefactos clonadores de aquellos seres vivos que les eran útiles para su sustento y un sinfín de robotizados espectros que trabajaban día y noche para sus abominables vidas. Los astros observaban atónitos aquel ultraje al reino natural, impotentes, deseando que sus rayos fueran brazos que apartaran toda esta artimaña falsificadora del sencillo fulgor. Cierto es que la sabiduría del hombre era cada vez mayor a costa del mañana. De hecho, se crearon alianzas entre pueblos para gestionar el conocimiento tecnológico y así proseguir con la inagotable devastación del hábitat en el que el hombre había sido agasajado para después convertirse en su verdugo.
La población humana aumentó considerablemente y cimentó sus pétreos edificios en todo paraje virgen que pudiera habérsele pasado por alto. El humano ya no necesitaba al incauto ecosistema que lo trajo al mundo y que lo eligió de entre todas las especies para preservar la intacta belleza de su núcleo.
Seguramente emular el misterio del génesis de la existencia sería el nuevo e imparable desafío promovido por el hombre.

Pero un día de tantos sin retorno se desencadenó una insólita sucesión de catástrofes. Comenzó por la aparición, en la anochecida atmósfera, de enormes esferas silenciosas tejidas por un material orgánico y desconocido, que descendían de los cielos lentamente cual copos de nieve titánicos. Empezaron a levitar sobre tierra y océanos sin rumbo, moviéndose con la ingravidez propia de los globos de aire. Todo el conocimiento adquirido por el hombre durante estos milenios fue inútil para explicar semejante espectáculo visual. Dos días se mantuvieron las esferas orgánicas planeando por los aires. Y cuando el imperio de los humanos se dio cuenta de que nada de lo que habían aprendido servía para explicar este acontecimiento, se instauró el miedo apocalíptico intrínseco a la raza humana.
Cuando los globos celestes aterrizaron suavemente en la tierra, no tardaron los hombres en acercarse, desconcertados por su presencia, a aquellas monstruosas esferas vivas, duras y tibias, pues un sigiloso latido era percibido cuando en ellas posó el hombre sus manos de artificio. Antes de que la curiosidad humana diera el primer paso, los oscuros copos comenzaron a resquebrajarse y a abrir sus carnosos núcleos tal frutos desgajados por una mano invisible. De su recóndito interior emergieron criaturas extrañas que hablaban en lenguas desconocidas y mediante sonidos nunca percibidos antes en el Mundo Antiguo. Eran seres de diferentes especies, miles de ellas, por lo que, probablemente, procedían de lugares distintos. La fisonomía de cada ente era tan desigual como su idioma, de modo que era imposible comparar una criatura con otra sin perderse en ello. No estaban agrupados por especies sino más bien al contrario, se mezclaban entre ellos intentando vanamente hacerse entender los unos con los otros, hacinados, alzando todos a la vez sus dispares léxicos en un enjambre de sonidos y voces ininteligible.
Los hombres advirtieron que algo terrible ocurrió a estos seres que intentaban sin éxito compartir sus últimas vivencias. Mas el desconcierto de la raza humana era menor al de las criaturas pues al fin y al cabo el hombre seguía en sus dominios pero los seres celestes fueron transportados a tierras inéditas y hostiles. Indefensos, desprovistos de armas, de alimentos, de ambición e incluso de consciente equilibrio, escudriñaban el cielo sin cesar en un vano intento de dar sentido a toda su existencia. Unos gritaban, otros escondían sus rostros, unos se movían de un lado a otro alzando las extremidades, otros se sentaban en la tierra. Algunos permanecían inmóviles con la mirada perdida mientras otros forcejeaban entre sí virulentamente. Se abrazaban los más pequeños, otros parecían reír frenéticamente. Había seres que exploraban el entorno mirando hacía todos lados, otros giraban sus cuellos trescientos sesenta grados. Distintas estaturas, ojos negros, ojos rojizos, ojos siniestros, juntos, organismos con vello, sin vello, seres de todos los colores posibles e imposibles. Con cráneos orondos, espigados, minúsculos, afilados. Cuerpos enjutos, otros voluminosos y robustos, otros curvados hacia atrás, también hacia delante,… los ojos humanos no pudieron procesar tanta información visual. Antes de que el hombre pudiera acercarse a ellos se produjo una huida colectiva hacia todos los rincones de la Tierra.
Y el persistente afán clasificador de los hombres para registrar las especies que llegaron fue en vano ya que miles de seres comenzaron un éxodo generalizado  a todos los lugares del Mundo Antiguo, incluso a los más recónditos y deshabitados por el hombre. También fue una empresa baldía saber la razón de su llegada, procedencia y origen vegetal o animal de las funestas esferas que los transportaron. No se pudo descifrar ninguna de sus lenguas. No se descubrió si gozaban de poderes sobrenaturales y ocultos o si en ellos había fuerzas inconcebibles comprendidas sólo en sus mundos. Pero, sobre todo, la razón de su llegada fue la incógnita más universal planteada hasta ahora. Lo cierto es que una fatídica sombra vino junto a ellos y su presencia cambió el corrupto destino que estaban forjando los hombres.
Lo que ocurrió finalmente fue el Apocalipsis sospechado. La alarma social se expandió en todo el Mundo Antiguo, caos, miedo, crispación y violencia. Durante los días siguientes continuaron aterrizando cientos de globos carnosos que se adherían a edificios, bosques, desiertos, montañas,… repitiéndose el mismo proceso una y otra vez. Hasta que el número de criaturas venidas del cosmos superó con creces a la población humana. Ya no había guarida posible para la ingente masa alienígena que no podía ocupar ni una porción de tierra sin sentir el aliento de la omnipresente existencia de los Mundos. Y fue el hombre el que intentó buscar cobijo en rincones henchidos de cuerpos hacinados e inertes ya algunos. La espesa masa de carne y vísceras asfixiaba la superficie de la Tierra como un vómito sólido y hediondo.
Se desencadenó una gran tormenta en las aguas oceánicas que albergaban al también devastado mundo marino y los océanos comenzaron a tocarse los unos a los otros hasta que el Mundo Antiguo quedó completamente sumergido bajo una lengua oscura, salada y febril que arrancó de la Tierra, con la fuerza de su furia, todo cuanto había construido la raza humana llevándose consigo sus vidas y las de los seres recién llegados que vinieron para morir junto al hombre.
El silencio se convirtió en el único soberano y la Tierra Antigua y toda su historia se redujo a una endeble quimera, un eco lejano que impregnaba las piedras y los pulverizados restos de su civilización.
En el mundo marino la sombría tempestad acontecida desintegró sin más cualquier forma de vida animal o vegetal. Transcurrieron más de cinco millones de años de sol que seguía escupiendo luz al horizonte, ahora mudo y asfixiado por el agua… hasta que la vida despertó de nuevo a la plenitud del Océano. Un nuevo origen surgió y se inició una nueva evolución en las aguas dormidas. El incesante génesis del misterio vital no pudo soportar la eterna inactividad de su aliento.
El Océano comenzó a replegarse sobre sí mismo para dejar al descubierto lo que durante milenios fue su columna vertebral: una orografía terrestre absolutamente sorprendente e indescriptible.
Esta evolución fue distinta, tan asombrosa como irreal. Todas las especies animales y vegetales fruto del segundo origen serían la consecuencia de una simbiosis universal. La alianza biológica entre las miles de especies alienígenas y las que habitaban la Tierra fue un hecho irrefutable, una verdad que estaba gestándose sol tras sol. La receta evolutiva resultó de una mezcla aleatoria entre la carga genética de las criaturas cósmicas y la que contenían las especies terrestres.”

A esta nueva Tierra, de relieve imposible, de insólitos ecosistemas que cohabitan en un mismo espacio, donde seres asombrosos y extraordinarias fuerzas caminan a la par, la he llamado Tierra Naciente. Es allí donde a veces me encuentro y, como un testigo mudo, intento narrar todo lo que mi vista puede albergar, que no entender, sobre esta fascinante Tierra.



                                                      

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