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viernes, 26 de agosto de 2011

Cilicio de Centauro










Siempre supe que incinerando niebla
Enloquecían sus folículos de ocaso,
Por eso cargo mecha en los ojos
Para que me copule la pira del relámpago.

Siempre supe que los cielos retuercen sus varices
Para torturar el regocijo del rayo,
Que a su muerte anuncia
La descarga fallida de su orgasmo.

Siempre tuve la certeza de que me alumbraste
Anudando alféizares de chispa
Y embalarme así a tu bengala,
Que si me rabiaban a veces las arterias
Escarbando tus raíces arreciabas.
Así ardo y me arrastro y desguarnezco,
Disocio la lava de su piedra
Y mi sombra se enjuaga con materia.

Siempre supo esta matriz de fiera
Que el abrevadero que enervo entre los senos
Pudo ser de lana
Y que la lana se mustia con la niebla.
(Por ello digo que sólo quiero rondarle al fuego).

Dicen que a la muerte la excitan los derrames
Y a su vez en carne
Se ha de sepultar el gozo.
Yo digo que el gozo no posee terminales,
Es un nirvana
Y como tal brota de su cárcel.

Dicen que la máscara culmina
Apuñalando la identidad de su resguardo,
Pero yo sólo me calzo mi cilicio de centauro.
Así voy a buscarte con miedo y sin codicia,
Porque las bestias saben honrar sin apetito
Y no hay más voracidad
Que este deseo en el que habito.
-Nadie sabe lo que un cuerpo hincado
Entierra en su agonía.-
Entonces aparecen escaleras...
Y cuando ansío remontar algún peldaño,
Ostentarlo, exaltarlo y recorrerte
Desperdicio esta raza
De valquiria penitente.

Las escaleras no son para las fieras,
Las escaleras son hogazas ya lamidas,
Se nutren de esquelas
Y refriegas de zapatos,
y como un escapulario desplegable
Plastifican el recelo a las subidas.

Dicen que las ostras desgarradas
Pierden por amor sus astrolabios.
Y que estos ojos chillan centeno
Mientras menstrúa el mundo
Con parteras y sudarios.
Pero yo sólo me calzo mi cilicio de centauro
Y así sigo tropezando, salvaje y sometida,
Como la cuartada que exige el hombre
A su mitología.













Cilicio de Centauro by Gabriela Amorós Seller is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.

martes, 16 de agosto de 2011

El Delirante Anverso del Deseo










Cuando todo parecía doblegarse al crisol humano hubo una inversión fisiológica del entorno, una permuta entre ausencia y presencia humana.

Los hombres transmutaron a cardúmenes de aire y el aire devino corpóreo. La atmósfera hecha carne se convirtió en un organismo ecuménico, una omnipresencia carnosa acribillada por millones de vejigas de viento. Sí, cada una de ellas era el vacío que ocupaba el éter de cada vida o entidad humana. Y la imagen fue abominable: un esperpéntico navío jugoso relamía la tierra con la prodigalidad propia del naufragio.

Los espíritus, cuajados en sus tradicionales contornos dentro de aquella desproporción encarnada, lejos de intentar pertenecerse a sí mismos, ansiaban desagruparse para pretender la conquista de toda corporeidad circundante. Su angustiosa necedad por repelar cavidades e intersticios de cada horma carnosa era obsesiva. Y así es como la compasión del entorno por intentar salvaguardar intacta la silueta del hombre era desdeñada impetuosamente. Tal ambición humana por identificarse a través de superioridad, de imperio y de dominio sobre todo acopio de materia era una constante.

Sin embargo, el ser espectral pronto comenzó a soltar los antiguos lastres y miserias de la condición humana, se relajó, inició su desintoxicación y empezó a percibir cierta familiaridad en su nuevo estado, dentro de un cerco de carne. La razón de esta empatía es que, sea como fuere, siempre estuvo el espíritu apuntalado al organismo de los hombres y necesita sentir su fragua. Pero ahora era diferente pues la segregación del alma de su receptáculo era absoluta y con ese desprendimiento se sentía recobrada frente a todo el peso de la corporeidad.
Antaño, en el cuerpo de los hombres, el espíritu tan sólo se erigía en parte de un compuesto indisoluto. El reconocimiento de su independencia formaba parte del discurso propio de religiones y demás culto a las divinidades, que se encargaban de postular la separación entre cuerpo y alma, eso sí, pero una vez producida la expiración de su anfitrión.

De aquel modo es como el espíritu dejó de soportar la carga del organismo y deseó entonces gozar de su levedad. Y aspiró a deleitarse. En aquel momento una carencia sobrevenida pero intuida de algún modo frustró este deseo. El espíritu necesitaba una orilla, un punto de partida, estribos a partir de los cuales alcanzar su nirvana. Necesitaba materia y, por tanto, tuvo que reconciliarse con la carne.

Finalmente cada ente descubrió por sí mismo que sólo a través de su carne podría llegar a complacerse el espíritu.
Porque el gozo tan sólo es la súplica del alma para alejarse un instante de su cuerpo.
Así es como se eleva el espíritu hacia los Cielos y así es como coexiste sin insurrecciones.

Mientras tanto, un espectro urdía los sucesos que rodearon la inversión cómo un Apocalipsis. Sus predicaciones susurraban de espíritu a espíritu. Preconizaba la culpa de todos los hombres como causa universal de una extinción acontecida. Proclamaba que cuerpo y alma se habían disociado y ello no era más que consecuencia de la desaparición del hombre en la faz de la Tierra. Y aducía entonces que todo espectro quedaría soterrado en esta carne corrompida, a no ser que se iniciara el renacimiento a través del arrepentimiento y la devoción a un Espíritu Supremo o, de lo contrario, se les negaría a las almas el acceso al Reino de los Cielos. 

Lo que ocultó aquel espectro es que el Espíritu Supremo, como tal, necesitaba igualmente encarnarse en el cuerpo de los hombres para gozar de su exaltación.




Imagen perteneciente al retablo Infierno del Jardín de las Delicias de El Bosco.








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