El término “cancerbero” en nuestra actual lengua española es sinónimo de vigilante, guardián y otros vocablos de análogo significado. Pero la palabra “cancerbero” debe su origen a la fascinante Mitología Griega.
Cerbero o Can Cerbero era un ser mitológico, el perro de Hades, un monstruo de tres cabezas que blandía por cola una serpiente. Can Cerbero guardaba la Puerta del Reino de Hades o el inframundo, y aseguraba que los muertos no salieran y que los vivos no pudieran entrar.
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La presentí cuando desprende las hebras de piel el invierno. Petroleaba rostros el ocaso y el himen del viento estaba partido.
Era una prostituta sonámbula que amalgamaba humo en las axilas y cólera urdida en las ingles. Solía sentar el tránsito fúnebre de sus nalgas en portales nocturnos y en latitudes blandas como ganglios de gelatina corrupta.
Llegué apartando neblina hasta la vibración de una presencia uterina y sombría. Me alojé tras su reverso mudo y le peiné mechones jironados de cabello como lenguas bífidas y apelmazadas por el sólido semen de sus aniquiladores. A la intemperie exponía la columna vertebral, que a penas ensamblaba su carne, estaba roída como una espina boreal que adelgaza con el fuego.
Y lloré sobre ovarios de desidia, tragué el ectoplasma de mi propia posesión para gritar que exorcistas las manos de todo aquel que extirpa vida de otros cuerpos, orfebres de infamia que punzan las más sumisas alhajas para labrar la rabia frágil y feroz, femenina…
Ella y su prostíbulo cuerpo nació entre vientres tratantes de pellejo. Maceró en su piel la raíz del lanugo inmaculado, ese vello con el que todos veneramos al origen. La membrana de su niñez ocultó aquellos muñones de pelusa alojados como embriones voraces. Fue viviendo desgarros e inmundicias y poco a poco la carne traficada de hoy fue mutando en humus de una estepa que espesa las fibras capilares para ser escarpias resentidas.
Yo seguía tras ella, esperando adorar voz y desamparo. Cuando giró su rostro y saldó la mortaja de sus labios para pedirme líquidos embotellados ya no había boca, eran fauces las que le robaban niebla al entorno, eran sus dientes los que estaban enhebrados con hilos de etílica saliva, y una sombra reventaba el espacio entre sus ojos como un hueso al que todavía le quedan cepas de sangre por devorar.
Acerqué mis incisivos a la nuca de la fiera errante para evitar su dentellada y contra lajas de cabello atormentado murmuré mi trance vengativo: …licantropía… licantropía…
Enloquecidamente hurgué el lodo suplicando huellas de perra, de ella. Enardecidamente las encontré y exigí lluvia para que rebosara de caldo sus pisadas y beber, de ellas.
La catarsis ha de transmutar la rabia urdida en el odio para renacer en rabia simple y salvaje.
Comencé a transfigurarme…
Efervescencias crujiendo en lagrimales, párpados convexos, exudado de líquidos biliares, entramado de arterias que tiran de la carne como garfios purpúreos que descarnan. Fémures se agitan soterrados, esternón que detona, volatiliza el latido, las manos ocultan su humana procedencia, los labios se fracturan sobre la mandibular crecida, pabellones auditivos fragmentan el silencio para escuchar frecuencias invisibles, se despedazan sentimientos o recuerdos… y ya no soy capaz de proseguir con descripciones homínidas, ajenas a mi nueva y feroz naturaleza…
Desde entonces persigo a un chacal mutilado que, con el vaivén de su cojera, va cardando el empañado de la niebla. Repele incesantemente mi cercanía porque sabe que es el cancerbero de la Puerta a los Infiernos. Impide mi acceso mientras habito el intramundo, o aquella dimensión entre el mundo de los vivos y el de los muertos.
Ocupo un fragmento del espacio todavía sin resolver…
Mitos, prostitución y licantropía by Gabriela Amorós Seller is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.