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miércoles, 3 de noviembre de 2010

La rueca de los instintos.

   

Hay hechos que resultan esperanzadores cuando cumplen su verdad, dejando por ello una valiosa estela, como sucede en el reino de la rueca. Es en este entorno, el de la rueca, donde una espesa nube lanar va menguando lentamente su volumen tras atravesar aquella máquina encubridora, pues su función no es otra que  doblegar la densidad de la nube para disfrazarla de sedal. Pero en los intersticios de la rueca siempre quedan restos de nube, pequeñas trazas que muestran el verdadero origen del hilado.  
En esta crónica, los instintos son al hombre lo que la nube es a la rueca. ¿Quiere decir esto que el hombre es una rueca para sus instintos? Sí, a veces.

Yorel nació sujetándose el llanto para estrellarlo contra el pecho de su madre pues sintió desde el principio que era en aquel lugar donde debía detonar sus emociones.
Y desde que Yorel comenzó a robarle el hálito a su madre, aquel que Mariela desprendía cuando apoyaba en su esternón la inconclusa cabeza de su hijo, ansió vestirse eternamente con el estremecimiento único que sólo el seno materno podía transmitir a su breve cuerpo. Cada vez que Yorel demandaba el hueco de sus pechos Mariela acudía colmada, invadida antes de hora, hirviendo su piel para darle sentido y de este modo hundir la boca de Yorel en el umbral del seno izquierdo al tiempo que su oreja se expandía sobre el cónclave sencillo que une ambos pechos para formar el busto. Así fue como el valle de Mariela constituyó para Yorel la verdad, la sumisión, el delirio o la ausencia de incertidumbre, el espacio ocupado por el fulgor del relámpago, el recodo que ensarta la dicha a la muerte, la fuente, el tiempo antes de su origen o el origen en sí mismo. Fuera de este vínculo no existía nada, el vacío colmaba los ángulos oscuros de las habitaciones y el resplandor que encendía los espacios no provenía de astro o lámpara alguna sino de la luz que manaba de la unión de ambos cuerpos, el de Mariela y el de Yorel.
Yorel fue creciendo, y no sólo en estatura física sino emocional. Si bien es cierto que no necesitaba, como años antes, frecuentar con la misma sin razón los senos de Mariela, éstos seguían siendo para él una absorbente plenitud. Cuando la madre derrumbaba su tibieza en el sillón del hogar, Yorel, que parecía estar despistado con sus juegos, acudía inmediatamente a los brazos de Mariela perfilando el giro de su cráneo para encajarlo en aquel barranco de piel y glándula. Una vez allí se ungía con la sencilla integridad, aquella que su madre comenzaba a negarle en algunas ocasiones. De hecho, la piel desnuda de los pechos de Mariela comenzó a ser un coto abstracto en la mente del niño y se tuvo que conformar con sentir su cercanía a través de fibras que nada tenían de parecido con la tersura de la madre. Su pequeña mano fría acariciaba un pecho de Mariela para ir derrochando su contorno mientras la tela se interponía entre ambos para ser la censura al libre albedrío de los instintos. Pronto Yorel advirtió que existía una íntima relación entre la limitación de las incursiones en el reino de los senos y la presencia de otros adultos, de modo que evitaba demandar sus invasiones cuando ambos no estaban solos. También se dio cuenta Yorel de que su madre ya no gozaba como antes de aquellos encuentros y eso le hacía sentir culpable. Ello porque, al arrimar su cabeza a la corona oprimida, el niño advertía que, mientras él desplegaba las alas del esplendor para sobrevolar la estancia, su madre, con las suyas ahora peladas e inertes, lo miraba desde arriba con gesto de discrepancia.
A la edad de cinco años Mariela, con una auto impuesta displicencia, comerciaba con el tiempo a solas de ella y su hijo y cada vez que veía acercarse al niño para asaltar su valle del prejuicio le pagaba con discursos incompresibles para Yorel sobre “la intimidad del cuerpo de cada persona”. A partir de entonces Yorel cobijó en su cuerpo el pecho y la piel de su madre para soñarlos y seguir sintiendo el eco de su excelsitud, aunque ya no era lo mismo. Pero no se conformó con el palpo imaginario y aprovechó cualquier material y situación para emular los senos de su madre. Comenzó con la espuma del baño, a la que daba forma de pechos. Luego descubrió que el barro puede adoptar la silueta deseada. También experimentó con la arena apelmazada de humedad; ocasionalmente esculpió los senos con nieve embarrada; un triturado de hojas de otoño fue comprimido para formar dos amorfos montículos; conservó dos conglomerados de chicle que iba alimentando con aquellos que entre dientes masticaba tan sólo para ablandarles su forma pero sin consumir su sabor.
Si bien Mariela continuó con voz cariñosa, Yorel ansiaba aquel sentir metafísico que sólo podía alcanzar con el tocamiento de lo físico y no entendía por qué se le negaba tal maravillosa transmutación. Yorel no se libró del peregrinaje pasajero al mundo de la adolescencia y fue en él donde retozó en la palabra sexo. Allí experimentó su cuerpo otras formas de gozo con pechos ajenos… pero lo que sentía Yorel al sumergirse en los venerados senos de su madre no guardaba relación alguna con aquellos placenteros momentos de intensidad superficial.
La vida deparó a cada uno su destino pero Yorel, un hombre adulto y ensimismado, seguía recordando.
Mariela, arrugada y mustia, vivía con el hijo único, casado ahora, al que amaba sobre todas las cosas aunque permitió que el prejuicio distanciara la cercanía de Yorel. Éste mimaba la fragilidad de su madre, la ayudaba a subir escaleras, aseaba su rostro y peinaba sus quebradizos y pobres cabellos. Pero el pudor de Mariela seguía asfixiando sus instintos pues cuando llegaba el momento del baño integral de su a penas rozado y envejecido cuerpo, era Rebeca, su nuera, la encargada de combatir en estas lindes.
Una noche Yorel se despertó sobresaltado al escuchar un minúsculo gemido que provenía de la habitación de Mariela. Cuando entró en ella vió a su madre incorporada en la cama aguantándose el llanto para seguir siendo la dueña de sus silencios. Instintivamente Yorel se levantó la tela del pijama para apoyar la cabeza de su madre en su pecho descubierto y cuando su madre rozó la velluda piel de su hijo comenzó a sollozar sin reservas. Entonces Yorel le susurró en el cabello: ¿Ves mamá, como no era tan pecaminoso? Y ambos se quedaron así abrazados durante un largo instante que sólo fue eclipsado por la luz del alba.





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La rueca de los instintos by Gabriela Amorós Seller is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.

3 comentarios:

  1. Sigo impresionándome con tus relatos. ¿De dónde vienen las fábulas y sus personajes? ¿De dónde las tensiones de su relación y sus decires? Por supuesto que de ti ¿de dónde más? Pero mis preguntas van más allá de lo obvio.
    Un gran abrazo.

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  2. Julio, ya te lo he manifestado pero he de volver a repetirte que estoy muy agradecida con tu interés por mis relatos. Además has comentado uno de los textos a los que más cariño tengo y que, como ves, carecía de comentario hasta que has traído tu voz hasta aquí. Gracias. Fue uno de los primeros que inauguraron La Emoción Indomable y como no tenía seguidores pues nadie lo comentó aunque sí parece haber sido leído pues sigue imperturbable en primer lugar de entradas populares, es curioso. Pero tú, Julio, has posado tus palabras sobre él y no lo voy a olvidar. No sabes cuanto me alegro de que lo hayas comentado. Este texto lo voy a reeditar hoy mismo, era algo que ya tenía pensado hacer para este día, el primer día en el que el texto originario es abrazado con el comentario de un lector, de tí, así son de bellas a veces las casualidades...
    Besos y abrazos para tí.

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  3. Impresionante historia. Hermosa y de una gran categoría el lenguaje utilizado. Has expresado de una forma impecable esa vinculación que se genera entre madre e hijo, la pureza del acto de amamantar.
    Precioso, cada vez me alegro más de que me recomendaran tu blog, seguiré leyéndolo a ratillos. Un saludo.

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