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sábado, 23 de octubre de 2010

La soledad de Écteru (o el Gigante Rojo) tras el fragor de la batalla.



“Esa noche todos los soldados, guarecidos por el intrínseco metal, se plegaron al sueño, incluso aquellos elegidos para la vigilia, todos menos Écteru, al que sus recuerdos al fin consiguieron atraparlo en un conato de fragilidad y poder imponer sus retrospectivos dictados segregando para ello el bálsamo del insomnio.
Se acordó el Gigante de su difunto padre, Séneton. Un nombre poderoso para un modesto procurador del bienestar de su pueblo. Pero tras esa envoltura sencilla se agazapaban unas arterias irrigadas con la insigne sangre de los Olmatra. Fue un ilusionario en aras de administrar cobijo a la raza merecedora de enraizar su imperio, hasta que lo consiguió. Séneton explicaba a su primogénito que la libertad no debe esgrimirse tras los barrotes de una forma de vida impuesta ya que, de lo contrario, estaríamos condenados a la perpetuidad del cautiverio de su sombra, la de la libertad, pero no gozaríamos de la independencia real. Y esa emancipación no se hallaba en la vida nómada sino en la libre elección de un lugar donde arraigar la soberanía de un pueblo. Con esta ideología y un mapa deslucido liberó a su raza del gravoso peregrinaje avivando mentes para la cimentación de una ciudad subterránea a la que bautizaron con el nombre de Grómondon. Écteru nunca se sintió un ómino insigne por su pertenencia al linaje liberador de los Olmatras. Ni si quiera fue dueño de su tiempo ni de sus pensamientos. Era más bien una creación de ideas articuladas por su padre que se proyectaban en movimientos a su vez inducidos por la férrea educación castrense, pues Séneton debía forjar un legatario del cometido de la salvación de los óminos. Ya por aquel entonces la enfermedad comenzaba su libre albedrío.

Por primera vez desde su nacimiento, Écteru, lejos de la Ciudad que maleó su infancia, y en tierras hostiles, empezaba a sentir la frescura del aire anochecido avivando un latido hasta ahora oculto en su pecho. Sus recuerdos también le concedieron rememorar los encuentros con su hermana, Linvala, a la que también moldearon para que honrase la progenie de los Olmatra con el cometido de parir descendencia sin más límite que los achaques que su metabolismo impusiera. La veía a lo lejos, siempre entre caricias y sermones de su madre, deseando formar parte de este vínculo de sentimientos. Pero el eco de Séneton arrebatándole el estremecimiento de la escena siempre le devolvía a su puesto, a las aulas de la infalibilidad.
Estaba tan absorto con el retroactivo balanceo de su reconciliado pálpito emocional que ni siquiera descubrió el sigiloso desperece del microcosmos de Silce. No sintió el recorrido sobre el metal de su rodilla de una forma de vida tentacular que con su serpenteo abría unas estrías purpúreas de las que brotaban jirones de piel rosada como confeti. Tampoco percibió un beso alveolado que se adhirió con sus ventosas al yelmo para recibir su color y burlar a las fauces derretidas de un mamífero con una cabeza velluda por tórax y varios ojos impresos en forma de estambres que se enroscaban alrededor de su craneal cuerpo. Ni tampoco advirtió la curiosidad de una manada de sombras fijas en la proximidad de su rostro que ronroneaban mientras sufrían leves descargas refulgentes al aflojar su hilada lengua de forma convulsiva hacia el metal de la armadura. No captó el lacónico vuelo de una semilla filosa que se encajó en el labrado de su pecho y desgajó su mórbida cáscara para emerger la crisálida traslúcida que la saturaba.
Y sin percatarse lo más mínimo del fascinante orto que engullía tinieblas, y habiendo clausurado completamente los sentidos a aquellos sonidos nocturnos que ahora retrocedían lentamente al compás del alba, Écteru deshizo su postura reclinada para inhalar el aire más cercano a los cielos. Y comenzó a martillar el suelo de rocalla con sus herraduras de stelion. Se dirigió al embadurnamiento lineal de cadáveres y contempló la obra de la muerte en la batalla que se adelanta al destino de fenecer recordando sueños inalcanzables. Sus pasos dejaron la huella de una contenida estridencia que comenzó a estimular a sus soldados. Al volver tras sus pasos y admirar a la prole guerrera sintió una colmena de rostros observando sus divagaciones.
-¿Qué estáis mirando? ¿Acaso no habéis visto nunca a un soldado que vela el sueño de los veladores? – El Gigante utilizó un falso tono de reproche pues hasta ese preciso momento no descubrió el letargo de los guardianes elegidos para la noche desvanecida.
Todos los guerreros comenzaron a levantar sus espaldas fruncidas por las horas de inamovilidad acumuladas mientras sujetaban el silencio de la alborada al contemplar, con los primeros fulgores del sol de Idlin, el precario cementerio de compañeros que yacía a su lado.” 

(Fragmento perteneciente a la novela "Tierra Naciente" de Gabriela Amorós)






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